CASOS DE MUERTES EDIFICANTES ATRIBUIDAS A LA GRAN PROMESA (DE LOS 9 PRIMEROS VIERNES)

 

 

           Sólo la boca para dar gracias…

 

José Mª, de veinte años, con una prima de trece, de la provincia de Castellón, habían ido a Barcelona a visitar a un tío suyo, médico. En la Fiesta de la Ascensión salieron en un Seat-600  a recorrer los sitios típicos y gozar lentamente de la iluminación del Parque de Montjuich.

 

De pronto vino otro coche disparado, que les hizo chocar contra un tanque de gasolina, cuya explosión incendio el interior en pocos momentos. Sólo se pudo sacar con vida a José Mª, pero del todo carbonizado e inconsciente, sin poder hacer nada los médicos… Pasó por allí el sacerdote que lo cuenta (P. Vicente Illera de San Pedro ad Vincula) y le dijeron si quería ver aquel horror de un quemado vivo.

 

“Eran ya pasadas las diez de la noche y, por casualidad me encontraba en el hospital. El enfermo parecía tener aún un soplo de vida, exhalado por lo único que le quedaba a modo de boca. Le hable en voz baja, como sacerdote, y pudo articular esta frase: “Gracias, Padre. Quiero confesarme”. Así lo hizo. Rezamos junto, con gran fervor del moribundo. Le di la Extremaunción y quedó más tranquilo, hasta que, a la hora, entregaba su alma en manos del Señor.

 

Quedé impresionado por estos detalles providenciales y pensé en mi interior: Sin duda habría practicado los Primeros Viernes. Escribí a los padres y me contestaron emocionados: “Nuestro hijo había hecho desde pequeño esta práctica, y todavía conservamos en casa el cuadro que le dio el párroco como recuerdo”.

 

Es un gran consuelo para ellos en medio de su pena y debe ser para todos un esfuerzo para nuestra confianza en el amor y fidelidad del Corazón Divino.

 

(Extracto de “¡Hosanna!”, revista de la “Cruzada Eucarística”, del P. José Julio Martínez, SJ)

           ¡Había hecho los Primeros Viernes! (“Mensajero” marzo 1961.)

 

“Recibo carta de mi hija, residente en Santa Cruz de Tenerife, dándome cuenta de haber muerto hace pocos días, a causa de accidente de automóvil, el joven Enrique, muy estimado por cuanto le conocimos.

 

En unión de otros amigos marchaba en coche por la carretera, cerca del cruce de Izaña. A causa de la escarcha congelada en el camino, el vehículo patinó y volcó, sufriendo lesiones de tal naturaleza que le ocasionaron la muerte a los pocos minutos, mientras los otros dos acompañantes no sufrían daño alguno.

 

Lo verdaderamente providencial, y que muestra cómo el Sagrado Corazón de Jesús no deja de cumplir sus promesas, es que el joven mencionado pudo, antes de expirar, recibir la absolución sacerdotal.

 

Teniendo en cuenta la distancia del sitio del accidente, la presencia del sacerdote no se explica más que por una gracia especialísima del Divino Corazón.

 

Unos vecinos de Santa Cruz de Tenerife llevaban a un Sacerdote de un buque belga, fondeado en el puerto, de paseo en automóvil por la carretera del monte de la Esperanza. Al llegar a determinado sitio, y en vista de que el tiempo no era agradable, le propusieron volver. Es aquí donde comienza lo notable, ya que dicho Sacerdote insistió en querer llegar más adelante para ver nieve. Accedieron sus acompañantes, y sólo por esta circunstancia, llegó en el mismo momento que volcó el coche que ocupaba el joven Enrique. Inmediatamente fue donde estaba el pobre chico, sostenido por sus compañeros y acercándose a su oído, ya que aún vivía, le preguntó si se daba cuenta del momento grave en que estaba. A esta pregunta, y en la imposibilidad de hablar, contestó  apretando la mano del Sacerdote, quien le preparó y le dio la absolución. Expiró momentos después.

 

Hay que hacer notar que el joven Enrique no hacía mucho tiempo había terminado los nueve primeros viernes, pudiéndose afirmar, por tanto, que el Sagrado Corazón de Jesús cumplió  a la letra su promesa, poniendo para él, en aquella carretera siempre solitaria, un Sacerdote- Juan Portela (Cádiz).

 

“¡Hoy no puede morir!”

 

(Extracto de “Hosanna”, noviembre 1971, del Padre José Julio.)

 

Era el 4 de octubre de 1927, en una estación minera de Zacatecas (México).

 

A las seis de la tarde sonó la sirena que anunciaba el final de la jornada laboral. Salen los trabajadores satisfechos por haber terminado y respirar otra vez el aire puro del exterior.

 

De pronto, allá enfrente, desde aquel edificio de cinco pisos que se está construyendo, llegan gritos y hacia allá corre la gente.

 

¿Qué ha ocurrido? Que uno de los peones canteros, llamado Luis, de treinta años, ha caído de cabeza al pavimento de la calle desde el tercer piso, donde trabajaba.

 

Dos compañeros están arrodillados junto a él; otros llegan corriendo, y los gritos que lanzan muestran sus caritativos deseos de ayudarle:

  • ¡Atadle las piernas para que no se desangre!
  • ¡Levantadle un poco la cabeza!
  • ¡Pronto…, que venga el médico!
  • ¡Un Sacerdote!

 

Uno de los que acaban de llegar pregunta quién es la víctima y de qué familia.

 

Casi con lágrimas en los ojos le responde otro delos que estaban cerca del caído:

 

Es el hijo de la sacristana (una viuda que no tiene más familia). Cuando la pobre mujer conozca esta desgracia, creo que se muere de pena.

 

El médico de la fábrica llegó pronto, lo reconoció y organizó el traslado del infeliz muchacho al hospital. Al mismo tiempo, le oyeron decir:

 

Creo que no vivirá más de una hora… El golpe en la cabeza ha sido mortal…

 

Una vez colocado Luis en la cama del hospital, llegó su madre, se acercó al hijo con esa valentía de las madres cristianas en los momentos del supremo dolor. Se inclina sobre él y le besa en la frente, como queriendo devolverle el calor y la vida que se le escapaban.

 

El médico la mira emocionado y sólo acierta a decirle:

  • ¡Valor, buena mujer! Estamos haciendo todo lo posible; sin embargo…
  • Muchas gracias, doctor, pero no me engañe… ¿Me da alguna esperanza?
  • Siento mucho tener que decírselo: me parece que su hijo no podrá durar más de una hora…
  • ¡Ah, señor doctor! Todos tenemos que morir; pero yo estoy convencida de que mi hijo no morirá hasta mañana…

 

El médico mira a la mujer con expresión de sorpresa. Pero la mujer, como adivinando el pensamiento del médico, insiste:

  • Díspense, doctor. Pero mi hijo no morirá hoy; morirá mañana. Es que el señor cura hoy no está en casa, vendrá mañana para celebrar la Santa Misa. Entonces yo lo avisaré y vendrá para confesar a mi hijo y darle los sacramentos. No! Mi hijo no puede morir sin recibirlos…

 

Ante la nueva interrogación expresada por el médico silenciosamente en la mirada que dirige a la mujer, ésta explica así:

  • Luis comulgó los nueve Primeros Viernes de mes en honor al Corazón de Jesús, cuando era pequeño… Y el Corazón de Jesús cumplirá su promesa…

 

Una hora más tarde sólo se oían sollozos de la sacristana, que rezaba rosarios, tras rosario, y algunos débiles quejidos de Luis.

 

Y la madre evocaba aquellos años en que Luis era niño. Hasta que cumplió los doce, había sido un hijo cariñoso y bueno para la mujer que, cuando quedó viuda, pudo mantenerse gracias a la caridad del párroco, que le confió la limpieza de la sacristía y de la iglesia. Por eso, todos la llamaban la “sacristana”.

 

Pero luego Luis se dejó llevar por malos amigos…El Corazón de Jesús no le permitirá morir sin haber antes confesado…

 

Su fe no quedó defraudada.

 

En cuanto el párroco llegó a su casa, recibió el aviso que dejara para él la sacristana, y corrió al hospital.

 

El herido, al ver al sacerdote, pareció recuperar fuerzas e hizo señas a su madre para que los dejara solos. Se confesó de toda su vida con gran arrepentimiento.

 

El párroco le dio la absolución y le administró también la Unción de los enfermos.

 

Poco después, teniendo en la mano derecha un  pequeño crucifijo y apoyando la cabeza entre los brazos de su madre, expiró plácidamente.

 

Cuando el párroco, después de rezar por Luis el primer responso, se encontró en el altar, pudo anunciar a los feligreses cómo el Corazón de Jesús cumplió su promesa de no permitir que muera sin reconciliarse con Dios los que han comulgado nueve Primeros Viernes de mes seguidos.